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Ciento cuarenta y seis años despues (1861-2007)

Publicado el 19 de Febrero del 2008

     Por Fernando P. Méndez González

     

     La principal innovación que introdujo la Ley Hipotecaria de 1861 en relación al viejo sistema al que pretendía sustituir fue la fe pública registral , regulada, ya entonces, en el artículo 34 de la Ley.

     Sin embargo, tal artículo nunca llegó a estar en vigor, pues su párrafo ultimo establecía, en relación al mismo, una vacatio legis de un año.

     Además, la interpretación que llegó a predominar y que posteriormente triunfaría en la contrarreforma de 1869 estableció que el artículo 34 no solamente no protegía al tercero en relación a las causas de ineficacia del derecho del otorgante que figurasen inscritas, sino tampoco respecto de las que no figurasen inscritas si constaba inscrito el título del que re resultaban

      En efecto, ya el párrafo tercero del propio art.34 posponía su entrada en vigor un año y la primera de las prórrogas fue adoptada por el Gobierno –sin recabar autorización del Congreso- mediante el R.D de 31 de diciembre de 1863. Dicha prórroga implicaba también la de la entrada en vigor de la inoponibilidad de los títulos no inscritos, así como de los principios de prioridad y cierre registrales. Amparado en la disolución del Congreso, el Gobierno prorrogó de nuevo y por tiempo indefinido las normas transitorias mediante el R.D de 19 de diciembre de 1865 “hasta tanto se dicte la disposición legislativa correspondiente”.

      Sin embargo, dada la necesidad de activar el crédito territorial, y dado el fracaso del Ministerio de Justicia, el Ministerio de Hacienda tomó la iniciativa y, a través de un Decreto de 5 de febrero de 1869 intentó, por un lado, acabar con el inacabable periodo transitorio y, por otro, reforzar la seguridad del tráfico potenciando la fe pública registral, cuya nueva formulación recogía el art. 11 del Real Decreto, a cuyo tenor:

     

      “Las fincas hipotecadas a las instituciones de crédito territorial legalmente constituidas no responderán de ninguna obligación o carga no inscrita anteriormente en el Registro de la Propiedad sobre las mismas fincas mientras que dichas instituciones no estén satisfechas de su crédito”

     

      Sin embargo, el Ministerio de Justicia, cuando reforme unos meses despues la Ley Hipotecaria no seguirá este camino, sino el del Anteproyecto de Ley Bases del año anterior, reabriendo el periodo transitorio, raclamando la ayuda de una purga renovada y reduciendo la fe pública del Registrador a su minima expresión.

      En efecto, la Base XII del Anteproyecto de Bases de Reforma de la Ley Hipotecaria de 23 de Julio de 1868 disponía: “La sentencia de liberación extingue…todos los derechos y todas las acciones que antes de ella hubieran podido ejercitarse por cualquier causa o motivo, ya sean en virtud de títulos no inscritos como inscritos cuando las inscripciones sean defectuosas o se hayan extinguido con arreglo al artículo 77 de la Ley”.

     

      De este modo se preparó el camino para la involución operada por la Ley Hipotecaria de 21 de diciembre de 1869, en la que la purga, ya no se concibe como un mecanismo de seguridad complementario, sino sustitutorio del de la fe pública .

      En el aspecto concreto de las notificaciones, la reforma introducida por la Ley Hipotecaria de 1869 ha permanecido en vigor hasta que la reforma de 1944/46, las suprimió, época en la que, según parece, el sistema de notificaciones ya había sido desterrado por el desuso, según afirma García García.

      De ser así, ello se debe a que, de hecho, hacía tiempo que había desaparecido su razón de ser. En efecto el expediente de liberación había sido introducido en 1861 con el objetivo de permitir a los propietarios inscritos extinguir las cargas ocultas que gravaban sus fincas conforme al Derecho anterior que el legislador había decidido respetar.

      Por otro lado, en 1875 concluyó el denominado periodo transitorio, por lo que, a partir de ese momento, ya no cabía inscribir los derechos adquiridos con anterioridad al 1 de enero de 1863 con efecto etroactivo. Finalmente, la reforma hipotecaria de 1909 dispuso la caducidad de los asientos de contadurías en 5 años.

      De este modo, gran parte de las cargas ocultas que podrían perjudicar al tercero hipotecario fueron declaradas extinguidas por ministerio de la ley, por lo que, en gran parte, desaparecieron las razones que justificaban el expediente de liberación.

      Todo ello facilita que la Ley de 1944-46 introduzca la formulación de la fe pública registral recuperando la linea iniciada por la Ley Hipotecaria de 1861.

      Sin embargo, la jurisprudencia del Tribunal Supremo se ha venido mostrando renuente a su pleno reconocimiento, limitando, en ocasiones severamente, el alcance y eficacia del precepto.

      No es éste el momento de exponer unas reflexiones sobre las razones de dicha actitud renuente, aunque probablemente se hallen relacionadas con la consideración de la fe pública registral como una excepción a las reglas del Derecho común, en lugar de como una adaptación evolutiva de las mismas a las exigencias ya generalizadas de una economía de mercado, evolución adaptativa funcionalmente identica a la operada entre los mercaderes medievales –Lex Mercatoria- para solventar los problemas que les planteaba el tráfico de mercaderías a los que no daban una solución satisfactoria las reglas del Derecho común. Junto con otros factores, este enfoque evolutivamente inadaptado o, si se prefiere, anacrónico, del precepto es lo que ha perpetuado la actitud renuente al pleno reconocimiento de su alcance efectivo.

      Pues bien, ha sido preciso esperar hasta el año 2007 para que el Tribunal Supremo haya fijado doctrina sobre el mismo y lo haya hecho reconociendo plenamente el significando y alcance del artículo 34 de la Ley Hipotecaria, en dos sentencias fundamentales de 5 de marzo y de 7 de septiembre de 2007, que suponen, ciento cuarenta y seis años después, la consagración jurisprudencial de la fe pública registral.

      Como es sabido, el factor humano es esencial en el funcionamiento de las instituciones. Obviamente, no es ajena a este acontecimiento ni mucho menos la excepcional calidad juridica de quienes hoy integran la Sala Primera de nuestro Alto Tribunal: Juan Antonio Xiol Rius (Presidente), Román García Varela, Xavier O´Callaghan Muñoz, Jesús Corbal Fernández, Francisco Marín Castán (ponente de ambas sentencias), José Ramón Ferrándiz Gabriel, José Antonio Seijas Quintana, Antonio Salas Carceller, Vicente L. Montés Penadés y Encarnación Roca Trías.

     

      Circunscribiéndome a la primera de las sentencias citadas –la cual realiza una admirable exposición crítica de la evolución de la jurisprudencia del Tribunal Supremo al respecto-, merece resaltarse lo que sigue :

     

      “Séptimo. La doctrina sobre el artículo 34 de la Ley Hipotecaria que procede dejar sentada comprende dos extremos: primero, que este precepto ampara las adquisiciones a non domino precisamente porque salva el defecto de titularidad o de poder de disposición del transmitente que, según el Registro, aparezca con facultades para transmitir la finca, tal y como se ha mantenido muy mayoritariamente por esta Sala; y segundo, que el mismo artículo no supone necesariamente una transmision intermedia que se anule o resuelva por causas que no consten en el propio registro, ya que la primera parte de su párrafo primero goza de sustantividad propia para amparar a quien de buena fe adquiera a título oneroso del titular registral y a continuación inscriba su derecho, sin necesidad de que se anule o resuelva el de su propio transmitente.

     

      “Octavo. (…)…una cuestión más por examinar…la de si el embargo trabado sobre una finca que no era ya propiedad del ejecutado por habérsela vendido a otro determina o no la nulidad del acto adquisitivo del tercero en procedimiento de apremio pues, de ser nulo, la inscripción no tendría efecto convalidante por imperativo del artículo 33 de la Ley Hipotecaria.

      (…)

      “Pues bien…procede fijar como doctrina que la circunstancia de no pertenecer ya al ejecutado la finca embargada, por habérsela transmitido a otro pero sin constancia registral de la transmission, no determina la nulidad del acto adquisitivo del tercero por venta judicial o administrativa, pues precisamente por tratarse de una circunstancia relativa al dominio y carecer de constancia registral no puede impedir la adquisición del dominio por quien confió en el Registro y a su vez inscribió. Se trata, en definitiva, de un efecto combinado de los principios de inoponibilidad y de fe pública registral que sacrifican el derecho real de quien no inscribió, pudiendo haberlo hecho, en beneficio de quien sí lo hizo pudiendo haber confiado en el Registro.

     Podrían tal vez objetarse en contra de tal solución razones de justicia material…la justicia de la solución opuesta, es decir no proteger a quien de buena fe adquirió confiando plenamente en el sistema legal, resulta más que dudosa…”

     

     

      Para comprender, en toda su profundidad, el significado y alcance reales de estas sentencias, es preciso traer a colación la afirmación –esencial- de North, uno de los más reputados teóricos de la función de las instituciones, en el sentido de que cuanto mayor sea la incertidumbre del comprador menor será el valor del bien y que tal valor disminuirá en la medida en que la estructura institucional permita que terceras partes influyan en el valor de los atributos del bien que son una función de utilidad para el comprador.

      Pues bien, el art. 34 de la Ley Hipotecaria y la interpretación que del mismo ha fijado el Tribunal Supremo, impiden precisamente que terceras partes influyan en uno de los atributos del bien que constituye una función de utilidad esencial para el comprador: la seguridad de que la propiedad adquirida no puede ser reivindicada con éxito por un tercero ni gravada con cargas de origen negocial que no haya podido conocer a través de la inscripción.

      La disminución del valor de los activos inmobiliarios, el incremento de las tasas relativas de interés y el incremento general de costes transaccionales es el precio que debemos pagar todos y cada uno de los ciudadanos por cada excepción que establezca el legislador a la fe pública registral con la finalidad de proteger a grupos especiales de interés o por las interpretaciones tendentes a debilitar el juego de la misma, normalmente propiciadas asimismo por grupos especiales de interés, especialmente por aquellos operadores cuyos servicios pierden relevancia como consecuencia del juego del principio de fe pública registral o por la adopción de medidas dirigidas a minar los presupuestos organizativos y procedimentales imprescindibles para que la fe pública registral sea posible .

      Le fe pública registral es una propiedad normativa de la inscripción y significa que en caso de conflicto entre el titular del derecho y el titular de la inscripción prevalece este último, lo que solo se puede mantener si coinciden habitualmente ambas titularidades en la misma persona y si cuando excepcionalmente no coinciden ello se debe unicamente a que el titular del derecho ha preferido correr el riesgo bajo su responsabilidad y no a una razón distinta que solo podría derivar de una desviación procedimental e implicaría, por ello, confiscación de su derecho.

      La habitualidad de la coincidencia se debe a que el sistema está dotado de los incentivos y de las garantías procedimentales suficientes para que así suceda. Dichas garantías procedimentales se basan en la exquisita neutralidad de quien ha de autorizar la inscripción en relación a los diferentes intereses concurrentes en el procedimiento registral; a su vez, dicha neutralidad unicamente puede ser garantizada por su independencia efectiva en relación a los mismos, independencia que queda fundamentada en su competencia territorial.

     Si tales presupuestos organizativos y procedimentales son minados, la coincidencia entre ambas titularidades tenderá a decrecer por razones ajenas a la voluntad del titular del derecho que, en consecuencia, empezará a percibir la inscripción dotada de fe pública registral como una amenaza en lugar de como el más seguro refugio de su derecho. La cadena de consecuencias es fácil de imaginar. Es preciso ser muy conscientes de que no puede haber fe pública registral sin un procedimiento registral dotado de garantías suficientes.

      Todo lo cual pone de manifiesto la trascendentalísima importancia -que nunca será suficientemente valorada- de las recientes sentencias del Tribunal Supremo de 5 de marzo y de 7 de septiembre de 2007 fijando doctrina sobre el significado y alcance del art. 34 de la Ley Hipotecaria.

      Se trata ,sin duda, de unas decisiones que mejoran cualitativamente la calidad de las instituciones que vertebran nuestra economía y nuestra sociedad y, por ello, constituyen una de las más importantes medidas de política económica de los últimos tiempos. Su trascendencia es de muy largo alcance.

      No me resta sino rendir mi homenaje público de reconocimiento y admiración a la altura demostrada por quienes componen la Sala Primera del Tribunal Supremo y desear que todos cuantos tenemos obligación de desarrollar la efectividad de la Ley Hipotecaria, desde las diferentes instancias jurisdicionales, hasta la DGRN con sus resoluciones y los registradores con nuestras calificaciones sepamos estar a la altura del Tribunal Supremo, a la que, por lo demás, estamos –sin discusion alguna- obligados por cuanto ha fijado doctrina legal.

     

      Soy plenamente consciente de las penas y miserias que hoy nos afligen como registradores en nuestra vida cotidiana – y en relación a cuyo origen y razón deberiamos hacer una seria autocrítica si deseamos librarnos de ellas, mirándonos en el espejo del Tribunal Supremo- . Pero si somos capaces de elevar la mirada, las sentencias referidas constituyen el mayor robustecimiento del sistema registral desde 1944-46 y precisamente en estos momentos de turbulencias y aflicción. Y ello me llena de íntimo orgullo y satisfacción como profesional y como ciudadano.

      Es con decisiones así, con actuaciones así, como se defienden los intereses de los ciudadanos, como se contribuye a su bienestar y, para quienes todo ello no sea motivo suficiente, también como mejor se defiende el propio interés profesional de acuerdo con los postulados del denominado “altruismo recíproco” que vertebra nuestra vida social: si no empleamos toda nuestra competencia profesional –que es mucha- en la defensa de los intereses de los ciudadanos a quienes nos debemos, si preferimos callar cada vez que, a nuestro juicio, sus intereses se ponen en riesgo, no esperemos después que los ciudadanos y quienes los representan valoren nuestro trabajo. No lo habremos merecido por no haberles dado razones para hacerlo.

     






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