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LA CRISIS DE LOS MECANISMOS PREVENTIVOS DE LA CRISIS. LA NUEVA HORA DE LA FUNCIÓN REGISTRAL

Publicado el 30 de Septiembre del 2008

     Decíamos la semana pasada que el ocurrente alumbramiento de esa nueva categoría de hipotecas-basura que son las hipotecas “limones” representa una muestra más de la escasa sensibilidad de nuestro centro directivo con las necesidades sociales y económicas del actual trance crítico de la coyuntura mundial. Porque lo que a todas luces es evidente, lo dice a las claras y sin ambages nuestro presidente de gobierno en la sede de las Naciones Unidas y lo reconoce el mismo presidente de EE.UU., es que asistimos a una verdadera crisis de confianza en los mercados financieros que cabe atribuir muy principalmente al defectuoso funcionamento de los mecanismos de supervisión. La solución pasa necesariamente, no lo decimos sólo nosotros, por ganar la confianza de los agentes económicos a través de una mayor transparencia en los mercados y el más cuidadoso rediseño de los instrumentos de control y supervisión así como la ponderada mejora de la calidad de todos aquellos instrumentos de alerta que tienen por función la temprana detección y prevención de las crisis. Cabalmente lo contrario de lo que hasta ahora ha constituido la “hoja de ruta” de la ramplona política de malbaratamiento de los mecanismos preventivos del control de legalidad que ha desplegado con tan poco acierto como escasa prudencia el otrora prestigioso centro gubernativo.

     

     En momentos de incertidumbre económica y desconfianza en los mercados es cuando conviene extremar cuidado en calibrar los instrumentos y técnicas que los economistas denominan, lo decíamos la semana pasada, de “gatekeeper”. El término, que puede traducirse como “guardabarrera” fue inventado por Reinier Kraakman en un famoso trabajo publicado en 1986 (2 J.L. ECON & ORG 53 -1986- ) para referirse a aquellas técnicas e instituciones preventivas de las disfunciones y fraudes cometidos por los agentes económicos sujetos a supervisión, a través de la emisión por un “policía del mercado” –el “guardabarrera”- de una “certificación” o “verificación” susceptible de ser conocida de terceros y de suerte que la confianza depositada por ellos en la reputación del intermediario, facilite la contratación. Originariamente se aplicó dicha denominación a las agencias de “rating” y compañías aseguradoras de las emisiones. Luego se descubrió la utilidad de esta categoría para describir muy heterogéneas técnicas y profesionales que operan fuera del ámbito de los mercados de capitales.

     

     La literatura sobre los Gatekeepers nos enseña que su funcionamiento descansa en tres elementos: 1º) El Gatekeeper: un agente independiente (Third party) que es capaz (habilidad, formación técnica) y tiene incentivos para la supervisión (“monitoring”); 2º) La puerta o barrera – “Gate”- que es aquella conducta o actuación que el supervisado necesita desplegar para cumplir sus fines y 3º) El mecanismo de “enforcement legal”. En el caso de las agencias de supervisión de solvencia o “rating” el guardabarreras son las entidades privadas de calificación que tienen relación contractual con su cliente/supervisado; la “gate” es la certificación o informe de calificación o solvencia que la firma necesita para operar en el mercado; el mecanismo legal es el deber profesional que pesa sobre el primero de denegar sus servicios de certificación cuando no puede corresponsablizarse del buen hacer/solvencia de su cliente.

     

     El mismo esquema arriba descrito se reproduce con los auditores, servicios de evaluación de riesgos, abogados y demás servicios jurídicos, notarios, agencias públicas de supervisión … y con los Registradores de la Propiedad y Mercantiles.

     

     Es evidente que no todos los “gatekeepers” son iguales. El correcto desempeño de su función depende, como siempre, del diseño organizativo y de los incentivos. El sistema funcionará tanto mejor cuanto más alejada del “cliente” y más independiente sea la posición del guardabarrera. Éste, por lo demás, no sólo debe estar especializado en el desempeño de su trabajo (sólo así puede detectar eficientemente las señales de alarma) sino tener incentivos suficientes –retributivos y reputacionales- para afrontar el riesgo de disfavor que soportará cuando emita una opinión contraria a la calificación solicitada. Por otra parte, el resultado de la actividad de supervisión debe ser no sólo predecible (no-arbitrario) sino transparente y cumplir con rigurosos estándares de calidad. Sólo entonces, cuando no se pone en cuestión el delicado equilibrio de contrapesos y garantías, funcionará el círculo virtuoso que justifica la supervisión y da cuenta del coste de administración del sistema: para conseguir ciertos propósitos que interesan al mercado y con potencial efecto hacia terceros, el agente económico supervisado soporta una carga o coste de transacción que, no obstante, le es rentable -amén de interesar a terceros- y que retribuye suficientemente al gatekeeper por el desempeño de su función. Salen de esta manera ganando todos: el supervisado, porque la calificación favorable de su actuación le permite obtener una ventaja en el tráfico (la oponiblidad de la inscripción; la solvencia acreditada del auditado etc…) y los terceros y el interés público en general porque la confianza depositada en el “tercero de confianza” permite abaratar los costes de información y poner coto a los asociados con asimetrías informativas.

     

     Ni que decir tiene que estamos ante mecanismos de enforcement que actúan ex ante; que previenen crisis del mercado (porque el mercado nunca es perfecto) y hacen innecesario acudir al remedio ex post de los tribunales. Por eso son tan interesantes en aquellos países y sistemas jurídicos en que el coste de adjudicación judicial es elevadísimo por el motivo que sea (retrasos en la administración de Justicia, falta de formación especializada de la judicatura, imprevisibilidad de las resoluciones etc.).

     

     Como es lógico, desde la perspectiva del poder público siempre existe la tentación de suprimir los controles o simplificar su funcionamiento –“desregular”- en aquellas fases del ciclo económico de bonanza en que las fuerzas del mercado parecen funcionar correctamente y la “mano invisible” se antoja el mejor árbitro de la situación. Al fin y a la postre, es fácil entender la miopía de los reguladores que en la coyuntura feliz de las fases de “boom” económico quieren ahorrar costes de transacción sin considerar en su cálculo los costes ahorrados con la prevención; costes que se ponen de manifiesto dolorosamente en las coyunturas de crisis cuando todos gritan “¡Intervención!, ¡Más control”. Y es que . además, no pueden soslayarse los efectos redistributivos de la desregulación: el peligro de ciertas políticas insolidarias de “simplificación” que hacen descansar la prima de riesgo de la infrarregulación sobre las pesadas espaldas del sorprendido contribuyente. En román paladino, el cálculo del especulador que se dice: beneficiémonos del ahorro de coste de supervisión, que luego el Estado repartirá la carga de la crisis entre todos.

     

     En épocas como la presente, la racionalidad económica exige primar aquellos mecanismos e instituciones que han funcionado correctamente. Puestos a elegir entre dos sistemas de registros de persona, por ejemplo, el mecanismo “gratuito” del Registro civil es, en términos económicos, costosísimo no obstante los muy meritorios esfuerzos de magistradores, jueces y demás personal de la Administración de Justicia. Mucho más costoso que el del Registro Mercantil … a pesar del arancel. La dedicación prestada al del estado civil por quien está al frente de la DGRN, es por ende, dolorosamente, insuficiente. Lo mismo cabe decir del control efectuado por el Registrador de la Propiedad previo el juicio de legalidad del notario autorizante del instrumento; que no constituyen caprichos corporativistas cuando la prevención ha desplegado, en un entorno de incertidumbre como el que vivimos, sus saludables servicios. Por supuesto que cabe mejorarlo todo, pero en tiempos de tribulación, cuando hay déficit de confianza, cuando la seguridad jurídica debería ser más valorada, toda prudencia es poca.






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