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LOS GUSANOS DE KIRCHMANN

Publicado el 30 de Marzo del 2011

     «Tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura». Desabrido y algo cínico, con estas palabras destacaba von Kirchmann el carácter efímero de lo jurídico, su fatal contingencia, frente a la permanencia y universalidad de las ciencias naturales. Es la mecánica inexorable del cambio legislativo, el imperativo de su permanente renovación, que, al tiempo que alumbra nuevos órdenes jurídicos, amortiza la ley positiva, poniendo fin a su fuerza social ordenadora. Fugacidad que hace del derecho objetivo un decadente cuerpo de normas enfermas, sometido a la constante desaparición de sus preceptos; y convierte a los juristas, esos estudiosos de «lo falso, anticuado y arbitrario», de «la ignorancia, la desidia, la pasión del legislador», en «gusanos que sólo viven de la madera podrida», que, «desviándose de la sana, establecen su nido en la enferma».

     

     Suerte que Kirchmann no conoció el moderno control jurisdiccional de la potestad normativa, reglamentaria y legal, ni la función jurisprudencial de formulación de doctrinas oficiales unificadoras, de complemento del ordenamiento jurídico. En tales ámbitos, las palabras rectificadoras del juez, controlador o cuasi legislador, producen un efecto aún más devastador sobre el ordenamiento jurídico. Pues los preceptos rectificados no quedan simplemente relegados al pasado, ingresando por su derogación en el derecho histórico; son, por el contrario, expulsados de la vida oficial del derecho, como parte nula y, por tanto, formalmente inexistente del ordenamiento jurídico.

     

     Eso es lo que ha sucedido, en esencia, tras la sentencia del Tribunal Supremo (Sala Civil) de 3 de enero de 2011, en que el alto tribunal declara como doctrina oficial, unificadora del criterio de las Audiencias Provinciales, la nulidad radical de las resoluciones de la Dirección General de los Registros y del Notariado, dictadas en procedimiento de recurso contra la calificación del registrador, cuando las mismas tienen lugar fuera del plazo de tres meses establecido por el artículo 327, párrafo noveno, de la Ley Hipotecaria. Un tamiz unificador a través del cual el Tribunal ha expulsado de la vida del derecho el vasto conjunto de resoluciones producidas por la Dirección General fuera del plazo legalmente concedido para resolver; resoluciones extemporáneas que, desde ese momento, han quedado bajo la tacha de una irremisible deficiencia: la nulidad formal de su autorización y, con ella, la pérdida de eficacia, tanto de su contenido como de la decisión que contienen.

     

     Bien es cierto que las sentencias de unificación, junto a la confirmación o revocación de la sentencia específicamente recurrida, se dirigen de modo exclusivo a declarar «la doctrina que corresponde, según los términos en que se ha producido (···) la contradicción o divergencia de jurisprudencia» (vid. artículo 487, apartado 3, de la Ley de Enjuiciamiento civil). Se hallan, por ello, legalmente sometidas a una importante limitación en sus efectos, pues «en ningún caso afectan a las situaciones jurídicas creadas por las sentencias, distintas de la impugnada, que se hubieren invocado» (vid. párrafo 2º del mismo apartado 3). La sentencia de unificación, de este modo, no afecta a las situaciones jurídicas anteriormente producidas y ajenas al proceso en que dicha sentencia ha sido dictada. Dichas situaciones jurídicas quedan fuera de su alcance inmediato.

     

     Se trata, por otra parte, de una limitación en la eficacia de la sentencia que ha de tener, por fuerza, carácter general: determina la subsistencia tanto de las situaciones anteriores, declaradas válidas en virtud de sentencias recaídas con anterioridad —a las que el precepto se refiere de modo expreso—, como cualesquiera otras situaciones jurídicas ya producidas, respecto de las cuales la sentencia unificadora no contenga un pronunciamiento expreso y directo. Y ello, puesto que tal limitación encuentra su fundamento en razones directamente relacionadas con el derecho fundamental a la defensa (y su corolario, sobre eficacia relativa de las resoluciones judiciales —vid. artículo 222, apartado 3, de la Ley de Enjuiciamiento civil—). O, lo que es igual, en la imposibilidad constitucional de extender los efectos de la sentencia a personas que no han tenido la oportunidad de intervenir en el proceso o situaciones que no han podido ser valoradas por el Tribunal, dentro del mismo. Lo que, unido a la necesidad de mantener un mínimo de confianza y certidumbre en las relaciones jurídicas, determina el mantenimiento formal de la eficacia de todas las situaciones jurídicas no expresamente contempladas en la sentencia de unificación; criterio general que, igualmente, adopta la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, en relación con las resoluciones administrativas ajenas al proceso, cualquiera que sea la identidad de razón que en cada caso concurra entre aquéllas y la resolución enjuiciada, desde el punto de vista de la doctrina afirmada por la sentencia —al declarar expresamente el artículo 98, apartado 1, de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, que «en ningún caso» las sentencias de unificación «afectarán a las situaciones jurídicas creadas por las sentencias precedentes a la impugnada»—.

     

     La declaración doctrinal contenida en la sentencia no provoca, por ello, la revocación automática de situaciones jurídicas análogas, no enjuiciadas en el proceso —en nuestro caso, las demás resoluciones extemporáneas, no recurridas en aquel concreto proceso de casación, así como toda la cohorte de inscripciones registrales posteriores, practicadas en virtud del mandato de revocación de la nota de calificación, contenido en aquellas mismas resoluciones—. Por lo cual, las resoluciones extemporáneas de la Dirección General, a pesar de la nueva doctrina unificada, declarada en la sentencia, han de seguir produciendo los efectos que les son propios. La pérdida material de su validez sólo podrá tener lugar, a posteriori, mediante su declaración de nulidad, de oficio o a instancia de parte, a través del procedimiento de revisión regulado en los artículos 102 y siguientes de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común (quedando exceptuadas de toda posible revisión, no obstante, las resoluciones declaradas válidas con anterioridad en virtud de sentencia firme, por aplicación, dentro de sus respectivos procesos, de la doctrina contraria a la declarada por el Tribunal Supremo, sobre las consecuencias de la extemporaneidad).

     

     El mantenimiento de los efectos de las resoluciones no impugnadas, sin embargo, constituye una medida de carácter puramente formal, adoptada como consecuencia inevitable de la necesidad de protección de las garantías jurisdiccionales de los terceros, ajenos al procedimiento de casación. Una medida formal que no esconde el vicio material de nulidad de que adolecen tales resoluciones extemporáneas, interinamente mantenidas en sus efectos. Porque se trata, en efecto, de una medida establecida de modo transitorio, que para nada impide la posterior revocación de la resolución extemporánea, a instancias de cualquier interesado. Lo que resulta especialmente claro cuando, como es el caso, la causa de nulidad es del propio modo clara o evidente, independiente de cualquier interpretación, de forma que su concurrencia se aprecia de manera directa, a simple vista, mediante un elemental cómputo de las fechas (lo que a su vez permite concluir en la existencia de una específica obligación legal de la propia Administración autora del acto, en virtud de su constitucional sumisión al imperio de la ley, para proceder de modo inmediato a la revisión de oficio de tan claramente nulas resoluciones administrativas).

     

     Ante ese puro criterio formal, surge para el intérprete una cuestión ulterior de carácter general: a pesar del mantenimiento formal de la eficacia de las resoluciones extemporáneas —y, por ello mismo, materialmente nulas—, ¿merecen igual destino, de mantenimiento de los efectos, las doctrinas contenidas en las mismas? ¿Puede subsistir su valor doctrinal y científico? Dejando siempre a un lado el (constitucionalmente) imposible carácter normativamente vinculante de tales resoluciones (al amparo del artículo 327, apartado 10, de la Ley hipotecaria) y centrando por ello la cuestión, de modo exclusivo, en el puro efecto directivo, inspirador del criterio doctrinal, mantenido por el órgano administrativo autor de las mismas, ¿puede subsistir la eficacia ideológica de tales doctrinas, a pesar de la concurrencia en las resoluciones que las contienen de una causa de nulidad tan evidente, tan fácilmente apreciable por el intérprete o el aplicador del derecho? A pesar de aquella ficción legal, la respuesta negativa surge de modo inevitable, de una forma casi impulsiva; pues resulta ciertamente difícil conciliar, en dichas resoluciones, el mantenimiento interino y puramente formal de su eficacia, con la permanencia y generalidad consustanciales a la autoridad y valor ideológico propios de las fuentes doctrinales; existe una evidente contradicción en los términos, entre la deficiencia radical en el origen y la forma de autorización de las resoluciones, determinante de su nulidad material, y la posibilidad sustancial de mantenimiento de su valor moral y científico.

     

     Desde una perspectiva más amplia, la cuestión remite a una de las polémicas más trascendentes de la moderna filosofía del derecho: la mayor o menor preeminencia que haya de darse a la forma pura, en sí, como criterio exclusivo de validación de lo jurídico. Si cabe recurrir, como medida de validez sustancial del derecho, al mero formalismo ético-jurídico —aquel en que la forma dota de valor o justicia a la norma «en cuanto tal, independientemente de toda consideración sobre su contenido» (Bobbio)—. O si, por el contrario, siguiendo las modernas teorías experienciales del derecho, la dimensión formal de la justicia, reducida a pura «exigencia de imparcialidad en la elección de las reglas de justicia» (Rawls), debe complementarse con su dimensión material, el fundamento —social e histórico— de justicia que proporciona una «dogmática jurídica dúctil, líquida, fluida, que flexibilice la interpretación de los conceptos», operada a su vez por una «jurisprudencia también dúctil, razonable, de hombres prudentes capaces de mitigar los posibles excesos de la ley» (Zagrebelsky).

     

     No es ahora, ciertamente, el momento de resolver el enigma iusfilosófico. Sírvanos, sin embargo, para destacar, como viene haciendo con insistencia la doctrina de los últimos cincuenta años, la necesidad de complementar «el respeto a las garantías procedimentales, imprescindible en un Estado de Derecho, con un antiformalismo que actúe como corolario de la justicia material» (Pérez Luño). Para denunciar los abusos a que conduce una rígida dogmática de conceptos, transformada en simple forma, en «legalismo desnudo, que convierte la ley en criterio final de valoración» (Triolo). Lo que sin duda sucederá si, fundados en artificiosas razones de índole puramente formal, defendemos la validez de las doctrinas decadentes, corruptas, provenientes del cuerpo jurídico enfermo integrado por las resoluciones extemporáneas de la Dirección General, sobre las que pesa una amenaza tan cierta e inmediata de nulidad. Porque haciéndolo así, descansando la argumentación sobre el puro esqueleto formal de lo materialmente agónico e insano, los juristas se convertirán, entonces sí, en los verdaderos gusanos de Kirchmann, que viven en «la madera podrida», que beben su ciencia marchita, perentoria y fugaz de las fuentes de «lo falso, anticuado y arbitrario».






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