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UN NUEVO TERCERO HIPOTECARIO ANTE LA LEGALIDAD URBANÍSTICA

Publicado el 15 de Julio del 2011

     La sociedad abierta, su compleja articulación integradora, participativa y plural, ha provocado un profundo cambio en los paradigmas constitucionales. El nuevo Estado que le sirve de estructura, que ha dejado de ser simplemente social para erigirse en «constitucional», aparece ahora investido de una Constitución también nueva, abierta y plural, que actúa como fundamento de conformación no sólo política y jurídica, sino genéricamente social. Pues, como advierte Hâberle, la nueva Constitución de la sociedad abierta no es ya el simple conjunto de formas normativas, propio del Estado liberal. Por el contrario, se ha convertido en un fenómeno histórico, experiencial, de la vida política y social, la expresión del complejo estado de desarrollo cultural de la sociedad a la que sirve; la representación ideológica del pueblo, el espejo de su propio legado cultural y el fundamento de sus aspiraciones y proyectos de futuro. Un proyecto global del ser colectivo, fruto de las cambiantes percepciones de su ser social, sobre cuya base la sociedad europea −y, dentro de ella, la española− ha comenzado a construir un elenco nuevo de derechos fundamentales: los denominados derechos de tercera generación, por contraposición a las libertades de signo individual −o derechos de primera generación, propios del Estado liberal− y los derechos económicos, sociales y culturales −surgidos en el seno del Estado social, como segunda generación del Estado de Derecho−. Son derechos fundamentales de un orden nuevo, con un contenido mixto y complejo, a la vez social, moral, económico y político: el derecho a la paz, a la protección de usuarios y consumidores, el derecho a la libertad informática, a la calidad de vida…

     

     Entre todos esos derechos, destaca especialmente, en la realidad española, el derecho a la preservación del espacio natural: la necesidad de conservación de sus valores medioambientales y paisajísticos, al margen de actuaciones urbanísticas desordenadas o irracionales; quedando sometido el urbanismo, de este modo, a la idea central, básica, de la transformación o «desarrollo sostenible» y, como corolario de todo ello, al imperativo de un estricto respeto de la legalidad urbanística, a través de sistemas de control eficientes y de criterios rigurosos de restablecimiento del orden urbanístico infringido.

     

     A impulso de ese nuevo valor −social y políticamente− constitucional, la jurisprudencia ha ido estrechando paulatinamente el margen de la actuación privada frente a la legalidad urbanística. Aplicando la ordenación urbana de forma severa, de modo que no resulte nunca lesionado el interés público implícito en aquel objetivo esencial −experiencialmente constitucional− de preservación del entorno y desarrollo sostenible de la ciudad, los Tribunales han venido ordenando de modo constante la demolición de cualesquiera obras contrarias a la ordenación, aun cuando las edificaciones hubieran sido adquiridas por tercero hipotecario en quien concurran las condiciones de la fe pública registral. Pues, afirma el Tribunal Supremo (vid., por todas, la reciente sentencia de 29 abril 2009), «el artículo 34 de la Ley Hipotecaria (···) no protege la pervivencia de la cosa objeto del derecho cuando ésta, la cosa, ha de desaparecer por imponerlo así el ordenamiento jurídico»; y como quiera que «el nuevo titular de la finca queda subrogado en el lugar y puesto del anterior propietario en sus derechos y deberes urbanísticos», dice el Tribunal, «su protección jurídica se mueve por otros cauces»: básicamente, «obtener del responsable o responsables de la infracción urbanística, o del incumplidor de los deberes que son propios de dichos contratos, el resarcimiento de los perjuicios irrogados por la ejecución».

     

     Una falta de protección del tercero que se suma al limitado margen que la ley concede al subadquirente para obtener la reparación del daño derivado de la declaración de ilicitud de la licencia y la posterior demolición de la edificación ilegal. Pues el principio constitucional de responsabilidad objetiva de la Administración Pública por el funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos (cfr. artículo 106, apartado 2, de la Constitución), en el ámbito de la declaración de ilicitud de licencias previamente concedidas, queda excluido por la regla tradicional de nuestro ordenamiento urbanístico, conforme a la cual «en ningún caso hay lugar a indemnización si existe dolo, culpa o negligencia graves imputables al perjudicado» (cfr. artículo 35, apartado d, de la vigente Ley de Suelo). Una culpa grave que, al decir de la jurisprudencia, concurre siempre, por principio, pues «la licencia que infringe el ordenamiento lo es a petición del interesado y como regla de conformidad con el proyecto presentado, por lo que se hace difícil la posibilidad de alegar desconocimiento de la infracción (salvo en casos de ordenaciones urbanísticas incompletas o confusas, etc)» (cfr. sentencia del Tribunal Supremo de 30 de enero de 1987, citada de modo reiterado por todas las posteriores). Una culpa del particular que excluye toda posibilidad de reparación administrativa del daño incluso en el supuesto de concurrencia de culpas; esto es, cuando el daño es también debido a una actuación «anormal» o defectuosa por parte del órgano urbanístico actuante (vid. sentencia del mismo Tribunal de 20 de enero 2005).

     

     De nada sirve, frente a esa arrolladora aplicación de la ordenación urbanística, el principio de confianza legítima, pues «la negligencia, ignorancia o mera tolerancia de la Administración respecto al ejercicio de una actividad sin licencia no genera derechos o expectativas jurídicas que deban ser objeto de tutela judicial» −vid., sentencia del Tribunal Supremo de 20 de marzo de 1996−. Tampoco el principio de proporcionalidad, que «no tiene por finalidad obstaculizar en cualquier caso las medidas de restauración de la legalidad urbanística infringida» −cfr. sentencia del mismo Tribunal de 28 de noviembre de 2001−. Los Tribunales aplican de forma constante un rígido criterio de restauración del orden urbanístico infringido, ordenando la demolición en cualesquiera supuestos de infracción no legalizable; una medida que debe ser acordada por el Tribunal, aun cuando no hubiera sido pedida en la demanda, sin posibilidad alguna de incongruencia (cfr. sentencia, también del Supremo, de 29 abril 2009), y que debe llevarse a efecto, aun fuera del plazo de caducidad de la acción ejecutiva establecido por el artículo 518 de la Ley de Enjuiciamiento civil (cfr. sentencia del mismo Tribunal de 29 de diciembre de 2010), incluso cuando la edificación resulte sobrevenidamente conforme con la ordenación, si el Tribunal aprecia carácter malicioso en la innovación del planeamiento (cfr. sentencia de 29 de abril de 2009).

     

     Con todo ello, el objetivo esencial, experiencialmente constitucional, de protección de la legalidad urbanística y consecuente preservación del entorno natural queda plenamente realizado. El daño al entorno derivado de la infracción urbanística se repara de modo íntegro, reponiendo las cosas al estado anterior de conservación natural e impidiendo el desarrollo de la ciudad de forma no querida por la comunidad, a la que libérrimamente corresponde la decisión sobre el futuro de su asentamiento urbano. Pero, con todo ello, se sacrifican también los intereses de los terceros, quienes, ajenos a la infracción urbanística, adquirieron las edificaciones, posteriormente declaradas ilícitas, confiando en la apariencia de legalidad de la licencia concedida (su presunción legal de validez, establecida por el artículo 57 de Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas) y en la genérica licitud de los pronunciamientos registrales, consecuencia del principio hipotecario de legalidad. Un sacrificio que, en última instancia, sólo encuentra justificación en el carácter normativo de unas reglas, los planes de ordenación urbana, que resultan, en no pocas ocasiones, abstrusas y, casi invariablemente, de muy difícil acceso; planes que configuran el contenido de los derechos de modo oscuro, a través de un lenguaje prolijo y equívoco, provocando la «contaminación legislativa» («legal pollution»), que conduce a la «contaminación de las libertades» («liberades pollution»), de la que advierte, en relación al nuevo Estado Constitucional, la teoría del «labeling approach», sobre la necesidad de participación de múltiples poderes normativos en la conformación de lo jurídico; llevando, con ello, hasta los límites mismos de la racionalidad el deber legal de conocimiento del ordenamiento jurídico por parte de sus destinatarios. ¿No parece, al cabo, un excesivo rigor formal en la interpretación del ordenamiento jurídico y sus fines constitucionales; una merma de la seguridad jurídica, «ese clima cívico de confianza en el orden jurídico, fundado en pautas razonables de previsibilidad, que es presupuesto y función de los Estados de Derecho» (Pérez Luño); en fin de cuentas, un sacrificio desproporcionado?

     

     Estamos, en efecto, ante un dilema de objetivos o valores dignos de protección: la necesidad de preservación del entorno, y su corolario de represión de la infracción urbanística, y el imperativo, propio del Estado de Derecho, sobre certidumbre en la titularidad de los derechos y la interdicción de cualquier sacrificio en los mismos sin adecuada indemnización. Una contradicción de valores constitucionales que, como en ámbitos semejantes (fundamentalmente, la oposición entre la protección del derecho y la seguridad del tráfico), el Registro de la Propiedad está llamado a solventar. Más allá de soluciones imaginativas, poco eficientes a la postre y de dudosa constitucionalidad (como la ensayada por la Ley de Cantabria 2/2011, de 4 de abril, sobre falta de ejecutividad de la sentencias de demolición, sin previa indemnización −vid. artículo 2−), la inscripción registral pone a disposición del tráfico inmobiliario instrumentos de protección que aseguran, a un mismo tiempo, la adecuada publicidad y eficacia social ordenadora de los planes de ordenación y sus actos de aplicación y la necesaria protección de los terceros de buena fe, que adquieren sus derechos confiando en la apariencia derivada de la licencia concedida y del propio Registro.

     

     Ese es el criterio que ha inspirado la reforma introducida por el reciente Real Decreto-ley 8/2011, de 1 de julio, de medidas de apoyo a los deudores hipotecarios, al establecer, en su artículo 25 −sobre «protección registral ante títulos habilitantes de obras y actividades»−, apartado dos, la obligación de la Administración de «acordar la práctica en el Registro de la Propiedad de la anotación preventiva» de «incoación de expedientes de disciplina urbanística» (en relación con actuaciones de parcelación, reparcelación, declaración de obra nueva o constitución de régimen de propiedad horizontal) y, en consecuencia, la «responsabilidad de la Administración competente» por los «perjuicios económicos al adquirente de buena fe de la finca afectada por el expediente», cuando la misma Administración hubiera omitido «la resolución por la que se acuerde la práctica de la anotación preventiva». Una medida a través de la cual, gracias a los efectos protectores del Registro, la Ley alcanza un punto de compromiso o equilibrio entre los dos valores o fines dignos de la tutela del ordenamiento jurídico: la certidumbre del derecho y su eficaz adquisición, fuera de ominosas cargas cuasi ocultas −por su complejidad y difícil acceso−, y la necesidad de preservación del entorno natural, al margen de inmisiones o actuaciones ilegítimas (lo que exige, cualquiera que sea la solución que se adopte, el mantenimiento de la eficacia ordenadora de los planes urbanísticos y sus instrumentos de aplicación, consecuencia del carácter formalmente normativo de los primeros, como expresión de la libertad política de los pueblos sobre la conformación de sus asentamientos urbanos).

     

     No estamos, ciertamente, ante la solución técnicamente más eficaz. Fuera de su alcance protector se encuentran aún supuestos relevantes, en los que concurren necesidades análogas de tutela −como aquellos en que la incoación del expediente de disciplina y la consiguiente anotación preventiva se produce, dentro del plazo de caducidad de la acción de disciplina, con posterioridad a la adquisición del tercero de buena fe−. Pero constituye, sin duda, la vía institucional más adecuada para la resolución de un problema de índole histórico, experiencial y constitucional. Una medida que garantiza, además, el pleno desarrollo de la sociedad abierta y su necesidad de auto-conformación o constante definición del ser colectivo, mediante la participación plena y plural de todos sus agentes: en nuestro caso, las entidades municipales, como actores democráticos de definición del entorno urbano, verdaderos legisladores formales del contenido urbanístico de los derechos de dominio, y las sentencias de los Tribunales, como instituciones de adecuada ponderación de esos mismos derechos, actuando en este ámbito (qué duda cabe) como auténticos poderes de creación e integración normativas, autores de verdaderas «leyes-medida» (Massnahmegesetze); un carácter abierto y plural de las fuentes del Derecho que resulta imprescindible, en el nuevo «Estado constitucional», para construir una verdadera «Constitución vivida, no meramente semántica» (Loewenstein), a través del «consenso básico de los ciudadanos y de los poderes públicos» sobre los nuevos derechos fundamentales, que definen «el entero sistema constitucional» (Háberle).






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